Muchos análisis suelen marcar la crisis económica de 2008 y la presidencia de Donald Trump como puntos de inflexión en el proceso de globalización que comenzó en los años 70 y tuvo su cenit en la década de 1990. Esto es reconocible en que Estados Unidos se retirara de algunos tratados de libre comercio, reformule otros y aplique aranceles proteccionistas para ciertos productos. En su larga marcha, millones de trabajadores pobres arruinados por la desindustrialización de buena parte de la industria estadounidense fueron su base principal junto a un discurso profundamente anti China, el país que más se benefició del proceso de globalización. China creció casi un 800% entre 1980 y 2020 y se duplicó entre 2008 y 2018. Actualmente, representa la economía más grande si se mide en paridad de poder adquisitivo su PIB y es también cuna de los grandes desarrollos de la Cuarta Revolución Industrial.
¿Qué queremos mostrar con esto hasta ahora? Qué existe un nexo muy claro entre el espectacular crecimiento y desarrollo de este último país y la aparición tanto de tensiones sociales como el inicio de problemas económicos en los Estados Unidos. Ese nexo es el sector manufacturero. Tres fueron los factores que posibilitaron el proceso de desarrollo chino: ventajas comparativas iniciales, las políticas industriales implementadas y un momento de la economía mundial (y de las relaciones internacionales). Si bien estas últimas son factores estructurales determinantes no emulables, sin las segundas tampoco China sería la economía que es hoy: país líder en producción de acero y aluminio, que tiene más del 90% de la producción mundial de productos verdes y que exporta manufacturas de alta tecnología (junto a un sin fin de manufactura de baja sofistificación). De igual manera, casos como Corea del Sur y Taiwán o también el de Japón, país que ya era una economía avanzada en la región antes de la segunda guerra mundial, pero que luego de la reconstrucción se convierte en la vanguardia de la industria electrónica hasta la década de los noventa.
¿Pero qué ocurrió en el pasado con estas políticas que hace que hoy hablemos de un “retorno”? Entre los cambios que implicó la globalización nos encontramos con un mundo caracterizado por la deslocalización de los procesos productivos en la geografía global y la integración comercial y financiera. Se caracterizó, por un lado, por una notable reducción del peso de la industria en el producto y puestos de trabajo en los países desarrollados completando un movimiento de “U invertida” entre industrialización y niveles de ingresos. Por otro lado, la temprana desindustrialización en economías en desarrollo por fuera de China y los países del sudeste asiático vino también acompañada por la prédica de un discurso ideológico que penetró académicos y hacedores de política por igual. Desde esta perspectiva, la política industrial, así como las políticas públicas en general, eran ineficientes y muchas veces tenían efectos perversos como la formación de grupos de interés o un deterioro de la situación inicial. Surgieron trabajos empíricos que, con el correr de los años, intentaron demostrar -infructuosamente- que el éxito de algunos países asiáticos se debían a la integración comercial, gobiernos chicos y desarrollo guiado por fuerzas de mercado. Enfoques rápidamente desmentidos por estudios sociológicos e históricos como los de Robert Wade y Peter Evans y recientemente por nuevos trabajos empíricos. Para el caso latinoamericano la cosa fue más sencilla: sólo tres países podrían ser caracterizados como industriales (Argentina, Brasil y México), y en ellos la industrialización nunca se consolidó del todo. Ocurrió que quedó encerrada en el mercado interno (a diferencia de Asia) y tendió a ser más ineficiente y a formar relaciones entre Estado y sector privado poco propicias al desarrollo (también a diferencia de Asia, pero de esto hablaremos más adelante).
En este mundo la mejor política industrial era “no tenerla”. Esta visión parte de un diagnóstico ideológico donde toda acción estatal en todo tiempo y lugar está condenada al fracaso, y, por otro lado, asocia exclusivamente a política industrial con economías cerradas. Mientras tanto, en China y el sudeste asiático la política industrial siguió existiendo a partir de seleccionar y promocionar mediante subsidios y otras herramientas externas al sector manufacturero (desde políticas tributarias, educativas para capital humano, de ciencia y tecnología) en el contexto de una economía abierta y con vistas a insertarse en los nichos de mercado de productos con mayor contenido tecnológico y de valor agregado. Otro fenómeno que escapa al sesgo de la economía “mainstream” de las múltiples versiones remozadas de las viejas teorías ricardianas de las ventajas comparativas.
Nos encontramos, entonces, con tres elementos: políticas industriales que buscan promocionar ciertos sectores (con más tecnología y valor agregado), que es abierta comercialmente y la relación Estado-mercado. Respecto de este último punto, destacamos que fueron aquellos Estados con una burocracia eficiente y meritocrática que, lejos de la versión ideal de Max Weber de un aparato administrativo totalmente autónomo de la sociedad, se enraizaron en la misma (es decir junto al sector privado) y lograron una sinergía entre distintos tipos de promoción estatal y mecanismos de mercado como bien demostró Peter Evans, un autor que vuelve al día en los principales papers académicos que tratan esta temática. El mundo desarrollado y occidental vuelve a utilizar políticas industriales y se necesitan tantos marcos teóricos mejores a los de las fallas de mercado, ventajas comparativas y los más perversos y ahistóricos de las “fallas de Estado”. En ese sentido, estos enfoques institucionalistas comparados a lo Evans, basados en el análisis histórico, son fundamentales. Como también evidencia y metodología, provistas por los nuevos trabajos empíricos basados en la incorporación de machine learning y otros métodos muy recientes. Al respecto puede consultarse el trabajo de Dani Rodrik, Reka Juhász y Nathan Lane.
Ahora bien: ¿por qué volvió la política industrial?
La década de 2020 asiste a cambios sistémicos que moldearán en gran manera las décadas venideras, del mismo modo que ocurrió en las décadas de 1970 cuando surgió este mundo globalizador del que venimos hablando. Cambios como las tecnologías de la Cuarta Revolución Industrial, el traslado del Centro de la economía global a las regiones de Asia central y oriental, los desafíos de la transición a una economía verde y la nueva guerra fría comercial entre Estados Unidos y China parecen poner fin a un mundo plenamente integrado, comercialmente y financieramente. En este contexto, los Estados más dinámicos del mundo están desplegando ambiciosos proyectos de política industrial para consolidar tecnologías del mundo verde que se avecina, o de la industria 4.0, a la par que la -todavía- principal potencia global también la utiliza para no perder competitividad y amortiguar los aspectos negativos del mundo de la globalización en crisis.
La tendencia ‘offshore’ de las cadenas globales de valor extendidas por todo el mundo se transforman en variantes menos distantes como el ‘nearshoring’ o se localizan en países amistosos, como por ejemplo la reciente relocalización de producciones de empresas norteamericanas en México, lugar cercano y amistoso a Estados Unidos. Los ambiciosos planes de promoción de las energías renovables y la economía verde representan una certeza mayor de alcanzar los objetivos de mitigar el cambio climático, pero a la vez implican un comercio más subsidiado y proteccionista que impide el traspaso del progreso técnico de estas tecnologías fundamentales para los países menos avanzados. En paralelo, los productos chinos de distinto nivel de sofisticación (de baratijas a los modernos Xiaomi o los EVs) inundan los mercados de Europa y Estados Unidos.
Este es el marco en que se lanzan iniciativas como la Inflation Reduction Act (IRA) o Buy in America. La última plantea la compra de insumos por parte del gobierno a proveedores locales (una especie de vuelta a medidas proteccionistas clásicas), mientras que la primera es una auténtica muestra de los nuevos tiempos que corren. La IRA plantea el gasto de más de 300.000 millones de dólares en promover las energías limpias y la manufactura de EVs (automóviles eléctricos) tanto a partir del crédito al consumo como el financiamiento a empresas que tengan proyectos manufactureros de EVs. Europa plantea algo similar con el Net-Zero Industry Act que también favorece la promoción de energías renovables y manufactura verde. En cuanto a China, este país concentra la mayor producción de estos productos verdes (autos eléctricos y paneles solares principalmente), productos de alta tecnología como semiconductores y productos tradicionales, la producción de aluminio y la industria naviera (por solo nombrar los sectores más dinámicos del gigante asiático). Si bien la medición de la política industrial es difícil en términos técnicos y los datos de China lo son aún más, sí hay consenso en que estos datos están notablemente subestimados, y que proyecciones muy conservadoras colocan la política industrial china en torno al 2,5% de su PBI, lo que en términos de dólares en paridad de poder adquisitivo superaría los 400.000 millones de dólares.
En este mundo actual la política industrial ya está plenamente consolidada. Ahora bien, vemos que suele descansar más sobre los subsidios, créditos y garantías que en el cierre o barreras al comercio exterior. Aunque Estados Unidos también ha recurrido abiertamente a este tipo de política, actualmente no es la norma ni lo que debería ser una buena política industrial. Esta debería apuntar a consolidar sectores de alto contenido tecnológico y principalmente aquellos de cara a la nueva economía que se viene. De todos modos, cabe destacar que los impuestos “verdes” que penalizan el uso de energías no renovables en la producción o la composición de productos tenderán a ser la norma, por lo cual también estos mecanismos paraarancelarios serán una forma indirecta de protección y perjudicarán a economías menos avanzadas en la producción verde. De hecho, ya este año la Unión Europea está avanzando en estos tipos de impuestos al comercio exterior.
¿Qué implica esto para Argentina?
En primer lugar, este contexto brinda herramientas teóricas y metodológicas para justificar la política industrial. De hecho, esto se hizo en el Ministerio de Producción de Alberto Fernández en 2022, aunque lamentablemente no pareciera haber continuidad. A pesar que la provisión de minerales y materias primas es importante para el desarrollo, por sí solas no conducen al mismo y tampoco podrán ser suficientes para minorar la restricción externa. Argentina puede hacerlo a partir de su campo dinámico, la minería y parte de su sector industrial. En este sentido, el capital humano que posee desde su sector científico podría jugar un rol central. Podrían pensarse estrategias público-privadas para ir consolidando algunos nichos menores de producción de estas nuevas tecnologías y luego ir escalando a partir de una promoción que deberá ser sujeta a metas, controles y contraprestaciones para la sociedad, como sostiene la economista de moda Mariana Mazzucato. Esto es algo que lamentablemente no ha sucedido aún en Argentina, pero que estos nuevos tiempos permitirían experimentar.
Finalmente, para concluir, debemos decir que el precio a pagar por no adaptarse al nuevo mundo de alta productividad a partir de la consolidación de las tecnologías de la cuarta revolución industrial y la nueva economía verde sería altísimo. Argentina sería un país con un mayor atraso en esta materia, con una restricción externa aún mayor (dado que también habrá un boom en la demanda de nuevos productos en las próximas décadas) y con sus clásicos dilemas económicos de siempre. Haber elegido un gobierno que piensa que está a inicios de 1990 en materia de ideología y políticas no parece un buen augurio.
Comments