Juan Tenembaum
Los nazis son socialistas (y los peronistas también)
A mediados del siglo IV, el rey Vortigern de los britones aceptó asistir a un gigantesco banquete con los líderes de las tribus anglosajonas más importantes. Ambos pueblos se estaban disputando la supremacía sobre el territorio que, algunos siglos después, se convertiría en el actual Reino Unido. Vortigern había sido invitado a firmar la paz con sus enemigos y eso mismo pensaba hacer.
Los anglosajones, en cambio, tenían sus propios planes. Cada uno de los comensales de estas tribus politeístas, provenientes del norte de Europa, tenía guardada en su bota una enorme daga. La distribución de las sillas fue pensada estratégicamente para que al costado de cada britón estuviese sentado un anglosajón. En medio de la cena, con sus enemigos ya borrachos de vino y de paz, Hengistus, líder anglosajón, gritó: “Eu nimet saxas” (¡Ey, saquen sus espadas!). La cena se transformó en una masacre, y no quedó un solo britón vivo.
Por suerte, el legítimo heredero de Inglaterra, Uther Pendragón, no estaba en la cena. Su hijo, el Rey Arturo, ayudado por el mago Merlín, lideraría tiempo después a su pueblo hasta la victoria definitiva sobre los anglosajones, asegurando finalmente que Britania sea para los britones.
Entre el 30 de junio y el 1º de julio de 1934, en Alemania, el mito tuvo una de sus muchas réplicas históricas. Las fuerzas del regimen nazi leales a Adolf Hitler sorprendieron a las SA, la fuerza callejera que lo había acompañado en su ascenso al poder, asesinando a sus principales dirigentes y aquellos miembros fieles a ellos.
El por entonces canciller alemán necesitaba consolidar su poder en el estado. Buscaba atraer a sus filas a la plana mayor del ejército, una fuerza mucho más cercana al Partido Conservador que al Nacionalsocialista, y construir alianzas con el empresariado de su país. Para eso, era fundamental deshacerse de los elementos más radicales del partido, que pedían reformas inmediatas que le dieran el poder a los trabajadores arios. En esa línea estaban los hermanos Gregor y Otto Strasser. Ellos dos habían sido fundamentales en la instalación del partido Nacionalsocialista en el norte de Alemania, transformándolo de un partido regional con su base electoral en el sur del país en una organización con líderes locales y grupos de choque con alcance y potencia nacional. Para entender la importancia histórica de, sobre todo, Gregor, basta con nombrar a dos hombres que él sumó al partido: Joseph Goebbels, el mítico propagandista, y Heinrich Himmler, acaso el principal arquitecto del holocausto.
Strasser era claro en sus ideas para la Alemania del tercer reich: "Nosotros, los nacionalsocialistas, queremos la revolución económica que implica la nacionalización de la economía... Queremos, en lugar de un sistema económico capitalista explotador, un socialismo real, mantenido no por una perspectiva judeo-materialista sin alma, sino por el sentimiento comunitario, el propósito comunitario y el sentimiento económico de la vieja Alemania creyente, sacrificada y desinteresada. Queremos la revolución social para llevar a cabo la revolución nacional". Hitler, más cercano al fascismo de Mussolini y con la idea de aliarse con la burguesía alemana, lo eliminó, junto a casi toda su fracción. De esa manera convenció a los conservadores alemanes de que lo suyo era más lo de nacional que lo de socialista. Sin embargo, no logró convencer a los actuales libertarios argentinos, que aseguran que “Hitler era socialista” y, sin tomar aire, “los peronistas también”.
¿De dónde sale que todo es socialismo?
El primero en afirmar que todas las personas que no estaban de acuerdo con él eran socialistas aún incluso sin saberlo fue el intelectual Friedrich Hayek, un economista nacido en Austria pero que desarrolló buena parte de su vida intelectual en Inglaterra y Estados Unidos. Él estaba estudiando en Londres cuando, en 1938, su país natal fue anexado por la Alemania nazi, y decidió quedarse a vivir donde estaba y conseguir la ciudadanía británica. Para ese momento, él ya era un destacado economista liberal, seguidor de las ideas de Ludwig von Mises y Friedrich von Wieser, y estaba desarrollando una amistad con su gran enemigo ideológico John Maynard Keynes.
En 1944, hacia el final de la Segunda Guerra Mundial y cuando ya se veía venir la caída de Hitler y la victoria Aliada, Hayek estaba muy preocupado por una tendencia que veía en el mundo intelectual de su nuevo país. Cada vez más personas, opinaba el economista, sentían simpatías hacia ideas intervencionistas, que proponían un rol activo del estado en la economía y la sociedad y cierta redistribución de la riqueza a través de los impuestos, las transferencias y la realización de obras públicas. Esto llevaría, indefectiblemente, a la instalación de una dictadura idéntica a la que en ese momento lideraba Iosiph Stalin en la Unión Soviética, Hitler en Alemania o Mussolini en Italia. Buscando luchar contra esta terrorífica tendencia, Hayek escribió y publicó un libro que se convertiría en bestseller: “El camino a la servidumbre”. En el texto, Hayek tiene una tesis central: el fascismo no es una reacción capitalista a una avanzada socialista, sino una versión más del socialismo realmente existente (aunque él no usa esas palabras exactas). Para el intelectual, las ideologías políticas se pueden dividir en dos grandes campos: el individualismo, donde coloca únicamente al liberalismo en sus distintas formas, y el colectivismo, donde entran el socialismo, el fascismo, el nazismo y cualquier otra ideología que ponga, a grandes rasgos, al destino del colectivo por sobre “la dignidad del individuo”.
Para Hayek, la diferencia central entre ambos campos es la actitud hacia la libertad económica. Mientras que el liberalismo cree en la libertad económica, el libre mercado, la oferta y la demanda y el sistema de precios como forma de organizar a una sociedad, los colectivismos parten de un objetivo distributivo concreto y se plantean la necesidad de planificar la economía para llegar a ese punto. Este objetivo puede ser igualitario (que todos tengan lo mismo), supremacista racial (que determinado grupo obtenga más que los demás), religioso, aristocrático, etc. Algunas décadas después, incluiría a cualquier tipo de intervencionismo o búsqueda de la justicia social en esa lista. Para el economista, todos estos casos son esencialmente iguales: al determinar quiénes deben recibir qué cosas de la sociedad, los gobiernos deben planificar la producción de forma tal que esos bienes y servicios estén disponibles para las personas que lo “merecen”.
Para entender esta crítica hay que comprender la idea central del liberalismo austríaco, que gira alrededor del funcionamiento del sistema de precios y la competencia. Para cualquier liberal de esta línea, la única forma eficiente de organizar la producción en una sociedad es a través del libre mercado. El juego de la oferta y la demanda, con las restricciones presupuestarias de cada individuo marcando los límites de cada mercado, permite llegar a la organización más eficiente posible de la economía. Por lo tanto, cualquier intervención de la política en esa carrera genera ineficiencias, “fallas” de mercado, degradando y empobreciendo a toda la sociedad. Con el tiempo, estos errores van limando la productividad, generando más pobreza y obligando a tomar más medidas, produciendo un círculo vicioso de intervencionismo, pobreza y poder del estado. De esta manera, cualquier intervención abre las puertas de un abismo que lleva, indefectiblemente, a Stalin, Hitler o Mussolini.
Milei mismo lo expresó de esa manera en el foro de Davos: "En las últimas décadas, motivados por algunos deseos bien pensantes de ayudar al prójimo y otros por querer pertenecer a una casta privilegiada, los principales líderes del mundo occidental han abandonado el modelo de la libertad. Todos. No hay diferencias sustantivas. Socialistas, conservadores, comunistas, fascistas, nazis, socialdemócratas, centristas. Son todos iguales. Los enemigos son todos aquellos donde el Estado se adueña de los medios de producción".
En verdad, el único ejemplo histórico que usa Hayek para llegar a estas conclusiones es el de la Alemania nazi. Según el autor, desde los tiempos del canciller Otto von Bismarck que Alemania se encontraba en un camino estatista y dirigista, con una intervención siempre creciente en la economía que achicaba, a su vez, el espacio del libre mercado para desarrollarse. Por eso, al momento de la llegada de Hitler al poder “no quedaban liberales en Alemania”. Asegura, también, que el nazismo y el socialismo alemán compartían base electoral, y que los nazis eran los herederos teóricos de importantes intelectuales socialistas alemanes.
Para el momento en que lo escribió, aún no habían ocurrido la revolución china, la cubana, la guerra de Vietnam, la de Corea, la revolución sandinista ni la llegada de Thomas Sankara al poder en Burkina Faso, entre muchos otros ejemplos de revoluciones o gobiernos socialistas que ocurrieron a partir de la segunda guerra mundial. La inmensa mayoría de ellos ocurrieron en países con estados débiles, sin la capacidad de defender la soberanía sobre su territorio y reprimir a movimientos guerrilleros o insurgentes de forma efectiva. En cambio, los países con políticas intervencionistas y estados fuertes, tanto de Europa occidental como de Asia y América, evitaron la llegada al poder de este tipo de movimientos. Llamativamente, en un prólogo al texto escrito para la edición de 1977, Hayek no menciona ninguno de estos hechos. Se limita, en cambio, a decir que su libro de 1944 es esencialmente correcto y que, en todo caso, le hace demasiadas concesiones a los socialistas y keynesianos de su época.
¿Y los peronistas también?
Tomás Albornoz
Terminaba el mes de agosto de 1944. Allí, durante el inicio de su discurso en la Bolsa de Comercio, el por entonces Secretario de Trabajo y Previsión Social Juan Domingo Perón señalaba que “se han permitido calificarme de distintas maneras. Yo he interpretado cada una de estas calificaciones; las he sopesado y he llegado a esta conclusión: de un lado, me han dicho que soy nazi, de otro lado han sostenido que soy comunista…”. 80 años después, repasando una de las piezas discursivas más relevantes dentro del historial de apariciones de quien sería poco después electo presidente de la Nación, el lector podrá notar una serie de desplazamientos en estas acusaciones que Perón detectaba: si antes se lo acusaba desde un lado de comunista y desde otro de nazi, hoy en día las imputaciones al peronismo desde una misma trinchera utilizan ambos conceptos como si fueran sinónimos.
Hace ya algunos años que la política argentina es parte de una tendencia global en ascenso de la mano de la aparición del fenómeno de las denominadas ‘alt rights’ o “derechas alternativas” en el mundo occidental, y es la reaparición en el debate público del concepto de “comunismo”. La expresión local más visible de este fenómeno internacional, los libertarios, popularizó este uso ampliado del término desde la arena digital, un espacio cada vez más relevante para el condicionamiento de la agenda mediática y política. El humor y la simpleza fueron recursos clave para el posicionamiento del término dentro del repertorio discursivo de su batalla cultural, y logró acoplar con éxito su retórica anti igualitaria con posiciones anti elitistas (entendiendo, dentro de su concepción del mundo, que las élites que bloquean las posibilidades del progreso individual son las políticas, culturales y los empresaurios). Feministas, sindicalistas, trotskistas, peronistas, radicales, incluso quienes antes pudieron ser identificados como “palomas” dentro del PRO, componen el abanico de personajes hoy englobados dentro de este concepto estirado hasta deformar la realidad y confundir a más de uno. Los herederos (a consciencia o no) del austríaco Friedrich Hayek, como resalta Juan Tenembaum en otra entrada de esta publicación, llegaron a identificar cualquier forma de intervención del Estado en el proceso económico como una forma de “colectivismo”, donde la libertad del individuo progresivamente dejaría de tener lugar hasta su completa sumisión como medio a los fines arbitrarios del aparato del Estado. Desde luego, uno no puede dejar de reconocer la facilidad para ello luego de años de frustración económica bajo gobiernos impotentes de los principales partidos, y mientras el campo hoy opositor todavía discute si nombrar como “ultraderechas”, “fascismos”, “neofascismos” a este nuevo retador, “comunismo” vino a englobar de una manera simple pero efectiva a todos aquellos a quienes buscaron desplazar.
Este fenómeno puede ser visto como llamativo por varias razones. Autores provenientes de puntos geográficos diversos coinciden en sus diagnósticos en que los rasgos salientes del momento que atraviesan las fuerzas de izquierda en el mundo son las dificultades para la imaginación política, la inercia de acciones carentes de efectividad y una melancolía nostálgica de tiempos que supieron ser mejores (ver, por ejemplo, Wendy Brown sobre la melancolía de izquierda). De la mano del quiebre acelerado de la ex Unión Soviética, la caída del Muro de Berlín durante los años de la Guerra Fría (de los que habría que anoticiar a los libertarios locales) y la adopción de las ideas neoliberales por muchos partidos pretendidos representantes de los trabajadores (como fue el caso de la socialdemocracia alemana o el laborismo inglés), las propuestas de sociedades más igualitarias, sobre todo en formatos más radicalizados, se encontraron cada vez más ausentes de la oferta representativa. Por otra parte, en el plano local, si bien la Argentina supo acoger diversas corrientes críticas del capitalismo liberal imperante a fines del s. XIX y principios del s. XX, como anarquistas, sindicalistas revolucionarios y socialistas reformistas, las distintas corrientes de izquierda nunca lograron consolidarse como representación electoral mayoritaria del amplio universo de los trabajadores argentinos, una dificultad multiplicada luego de la aparición del movimiento peronista. El reconocimiento de derechos históricamente negados por las élites económicas argentinas y la incorporación masiva de obreros a la vida política constituyeron hitos que marcaron a fuego la pertenencia del movimiento obrero organizado a la fuerza política que nacía por entonces. Luego, aún si el amplio movimiento nacional-popular contuvo dentro de sus filas tendencias de izquierda nacional y organizaciones juveniles que creyeron en la vía de la violencia revolucionaria, esto debe ser leído como parte de 1) una progresiva intensificación de la violencia revolucionaria como medio de sectores políticamente excluidos entre el período 1955-1973, años de la proscripción promovida por los sectores antiperonistas, y 2) parte del clima de época marcado por la Guerra Fría entre el capitalismo representado por los Estados Unidos y el socialismo de la Unión Soviética. Profundizar en este punto, sin embargo, amerita más que estas páginas.
Más allá de estos argumentos políticos e históricos, lo relevante para nosotros aquí es que resulta extravagante -por no decir delirante- para quienes se identifican como pertenecientes a la tercera posición la confusión (ya sea deliberada, o bien por ignorancia) con una tradición política que no les es propia y con la que ni siquiera comparten posicionamientos en torno a cuestiones centrales para las utopías en mente.
No buscamos en este texto caer en un macartismo inútil. Ahora bien, suponiendo que se nos apareciera algún amigo extranjero con ganas de comprender un poco más de nuestra política, y que existe una apuesta deliberada por parte del oficialismo nacional a designar como socialismo a todo lo que no les gusta, resulta una oportunidad para retomar algunas cuestiones como: ¿Qué significa eso de “tercera posición”? ¿Tercera en relación a qué? ¿Es cierto que el individuo no tiene lugar en la doctrina peronista? ¿Y qué sucede con la libertad cuando hablamos de justicia social?
Aritmética, no geométrica
Un rápido repaso sobre los posicionamientos desde la doctrina justicialista en torno a cuestiones como el lugar del individuo, la propiedad privada, el rol del Estado y el capital o la política de clases, entre otros, nos permitirá diferenciar fácilmente del proyecto político peronista del propio de la tradición comunista. Para ello, recurriremos en este artículo a uno de los textos fundamentales del corpus doctrinario justicialista: las lecturas de Perón en el acto de cierre del Primer Congreso Nacional de Filosofía, llevado a cabo en Mendoza en el año 1949, luego conocidas popularmente como La Comunidad Organizada.
Perón leyó en las propuestas ideológicas del liberalismo y el comunismo síntomas de la persistencia del largo siglo XIX, así como manifestaciones políticas de los dos imperialismos en pugna durante el siglo XX: el demoliberal estadounidense y el socialista soviético. Contra los grandes relatos de estas potencias, el justicialismo nace como doctrina a partir de la acción dentro del suelo nacional y la relación (no exenta de tensiones) entre el Pueblo organizado y su conducción, comprendiendo sus características, virtudes y necesidades, antes que ser una formulación ideal previa a cualquier forma de verificación. Frente al atomismo social del liberalismo, donde la tendencia al egoísmo y la fragmentación de lo colectivo impide la concepción de lo común por parte de los individuos atomizados, y también contra el colectivismo soviético, donde el individuo no es otra cosa que instrumento de los fines establecidos por el aparato del Estado, decía Perón que el justicialismo es tercera posición aritmética, no geométrica: tercera no porque esté entre las dos, como si el peronismo fuese una suerte de “centro” ideológico o un compromiso equidistante entre ambas, sino porque viene después de las otras dos, es su superación. A contramano del individualismo absoluto y el absolutismo estatal, el bienestar integral del Hombre y la felicidad del Pueblo serían el norte de la acción política: “Difundir la virtud inherente a la justicia y alcanzar el placer, no sobre el disfrute privado del bienestar, sino por la difusión de ese disfrute, abriendo sus posibilidades a sectores cada vez mayores de la humanidad: he aquí el camino.”
La superación de la contradicción individualismo-colectivismo requeriría la revisión de una serie de aspectos centrales. A lo largo de una exposición que abordó problemas de la filosofía política desde los antiguos, como Platón y Aristóteles, pasando por modernos como Hobbes y mencionando al propio Marx, Perón habló de un problema que también el jurista alemán Carl Schmitt identificó en la época: el rezago de la educación de los pueblos al lado del progreso técnico, una disociación entre espíritu y materia. Perón designó como “insectificación” uno de los riesgos de ello: el sentimiento de inferioridad del hombre frente a la vida en las grandes ciudades alejado de los frutos de este progreso técnico, desprovisto de protección alguna para su bienestar y moral que guíe su accionar. La profunda desigualdad social y política podría así, fácilmente, llevar la atención de los hombres hacia la concepción marxista de la lucha de clases, contra la que decía el argentino explícitamente que “no existe probabilidad de virtud, ni siquiera asomo de dignidad individual, donde se proclama el estado de necesidad de esa lucha que, es por esencia, abierta disociación de los elementos naturales de la comunidad”. La superación de la misma, un estado insostenible en el tiempo y perdurable sólo por el calor de su propia llama, y por consiguiente el trabajo de disminución gradual de las desigualdades y ampliación de los derechos, debería lograrse mediante el tiempo y la persuasión antes que de manera intempestiva por la sangre y la violencia. La combinación armónica y el equilibrio de los elementos del Trabajo y el Capital debe ser el horizonte a fin de alcanzar los objetivos planteados previamente y evitar en el proceso el camino de la disolución de una de las partes y, con ello, de la comunidad, un horizonte fácilmente diferenciable de la promesa marxista de la eliminación de la propiedad privada y una sociedad sin clases.
No es casual que Perón recurriera a Aristóteles, quien sostuvo enfatizando el carácter político inherente a la especie que “el hombre es un ser ordenado para la convivencia social; el bien supremo no se realiza, por consiguiente, en la vida individual humana, sino en el organismo super-individual del Estado; la ética culmina en la política”. Del mismo modo, recordaría de Hegel (un pensador de la libertad en términos infinitamente más complejos que Hayek y sus herederos) que no habría posibilidad de plenitud del ser en la medida que el yo no se eleve previamente al nosotros. Pero luego agregaría Perón que “al principio hegeliano de realización del yo en el nosotros, apuntamos la necesidad de que ese “nosotros” se realice y perfeccione por el yo”. Es que difícilmente podamos hablar de realización individual -en concreto, de libertad- del sujeto miembro de una comunidad política que no se realiza, que no ha logrado romper con el círculo de su dependencia nacional y sumisión colonial frente a las potencias extranjeras. Lo que se pone en cuestión, entonces, no es la idea de individuo en sí misma, sus posibilidades de existencia ni la libertad de su campo de acción. Como hemos dicho, es la confusión entre la idea de libertad y el egoísmo sin límites, motor de un individualismo exacerbado, lo que ha de ser interrogado.
El progreso social y el desarrollo nacional están todavía a mano en nuestro camino. Su inexorabilidad está garantizada por la firmeza de las convicciones en la doctrina originada en nuestro suelo y que comparten cada uno de los obreros y arquitectos de lo común. Sólo de esta manera simultánea, como partes y artífices de una comunidad que se realiza y supera contínuamente, es que podremos realizarnos plenamente como individuos; y si el amor entre los hombres halló cerradas las puertas del egoísmo, la persuasión deberá superar la siembra de los rencores.
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